Sentando en el jardín de la
biblioteca central leyendo sobre los números primos, me percato de un tenue sonido que me hace
levantarme para caminar hacia él, se trata de las notas de El negro José, interpretada en un ensayo de tres chicos con la
quena y la flauta; ¿Por qué levantarme y dejarme guiar para llegar hasta el
lugar de donde proviene esa melodía?, es simple, es un recuerdo arraigado, un
rastro de la nostalgia, una sonrisa en el rostro, una historia que tiene origen
unos años atrás, en los primeros días de estar en Nueva York, en un sistema de
metro que tiene más de dos vías por sentido en las cuales podían coincidir más
de una línea y que confundieron a mi mente acostumbrada a un línea y una sola
vía.
Era
invierno y yo de regreso a mi entonces morada, llegué a la estación de la calle
59 Columbus Circle, huyendo del frío me
apresuré a entrar a la estación y al buscar la línea que me conducía a mi
destino seguí las señalizaciones, al esperar el tren sólo veía pasar trenes de
una línea que no correspondía a la que yo estaba cierto pasaba por ahí, decidí
entonces preguntar a las personas por el tren que yo debía abordar, todas las
indicaciones me confirmaban que estaba en el sitio correcto, sin embargo al
estar acostumbrado a un metro en el cual sólo pasan trenes de una sola línea
por vía me quedé un poco confundido, y entre el titiritar de frío, sentirme
perdido y desconfiar en si mi entendimiento del inglés había sido bueno;
escuché El negro José, el sentirme
conectado un momento con mi raíz latina en un lugar de preocuparme por el tren y que
ya era tarde sólo me perdí un momento en aquellas notas de una canción que en
cualquier otro momento hubiera pasado desapercibida para mí.
Y
así fue como siendo un extraño en tierras ajenas en un instante de ansiedad por
así llamarlo, con el espectáculo de músicos ambulantes del metro, me sentí
identificado y por un momento no tan perdido, ¡Al fin algo conocido en medio de
la ciudad del éxtasis! Todos hemos sido extraños en algún momento, la primera
vez que fuimos a la escuela o cambiamos de casa, a otra escala y dimensión
también nos convertimos en migrantes.
Migrar
al final de cuentas es solamente un cambio de residencia sin una temporalidad
definida por un diccionario o mandato. Sea a donde sea que vayamos y el motivo
que nos impulse buscaremos siempre algo que nos recuerde de dónde venimos y de
probablemente por eso miramos al cielo porque la luna, el sol y las nubes nos
cubren a todos por igual.
Así
como en su momento los que llegaron de provincia a esta ciudad fundarían su
lienzo charro, o en los barrios chinos de sin número de ciudades se encuentran
sus fabulosos arcos y farolitos; en cualquier caso se busca personalizar un
espacio para aquello que culturalmente nos es propio, en donde se puedan
realizar las actividades anheladas en un ambiente que no nos sea tan ajeno.
Y
así llegamos a los pueblos o ciudades
preguntando por “el centro, zócalo, palacio municipal o símil”, pues son
configuraciones urbanas que hemos aprendido, la plaza pública como detonante
del espacio público y la ciudad alrededor de la cual se encuentran los centros
de gobierno, religiosos y de comercio, nos son familiares pues básicamente así
se encuentran todos nuestros jardines y plazas por lo cual todos nos sentimos
mexicanos al estar parados a mitad de la Plaza de la Constitución (“Zócalo” de
la Ciudad de México) sin importar si venimos de Tijuana , de Tapachula o de
unos cuantos brincos alrededor. La plaza pública se convierte en el punto de
origen de la vida de nuestros pueblos, barrios y ciudades, quizá sea por ello
que siempre que se alude a al barrio o lo vernáculo como muestra de mexicanidad
más allá de la imagen de la artesanía colorida o la mera postal.
En
ciudades cada vez más iguales a lo que podemos encontrar en cualquier otra
parte del mundo, nos dejamos seducir por los brillos de las torres cubiertas de
cristal por un lado y aprender a vivir en estaciones dormitorio construidas en
serie con espacio para un auto acomodados en retículas perfectas; añoramos
entonces los centros de esas ciudades, pueblos y barrios en donde vivimos de
niños, en donde más importa lo público que lo privado y se consolida el
sentimiento de pertenencia social en el espacio público. Entre añoranzas
tratamos de retornar a esas memorias a través de los colores, la maceta en la
ventana y la búsqueda de la esquina más icónica para comer tacos o simplemente
platicar.
Formamos
ciudades y cuando estas nos son impuestas las adaptamos a nuestra prexistencia
y simplemente las abandonamos por que es quizá el colectivo más importe que el
individuo por si solo.